Arribó la noche en la que los demonios mansos se reunieron luego de haber simulado vivir, donde el suelo condecoraba las huellas que habían dejado con pasos sin tropiezos, donde el cielo rememoraba los latigazos inmateriales que mordieron la infancia desamparada, donde el agua era sagrada y el viento un soplo del eterno porvenir. Una ceremonia secreta, escrita entre aquella galería de árboles jóvenes afianzando su presencia al abrazarse, con el revés de las almas reflejadas en el abandono de un estanque con el ego por las nubes, y los niños turquesa alrededor, comiendo vida con sus manos curiosas. Pequeñas piedras cómodas bajo los pies. Música en cinta con bienvenidas de luna. Danzas sin movimientos de cuerpo. Aves impalpables. Nadie moría. Y todo era rojo. Rojo en todos lados. Rojo el mundo. Rojo el silencio del jardín, sobre la ciudad de depredadores.


Los locos que no estaban se dejaron llorar por la nobleza del rito alzada en el altar de piedra. Lloraban con rumor a rubí pulido, con ojos de mentira verdadera. Y las risas nacieron de las gargantas secas, tímidamente y raspando, porque habían estado demacradas en la trinchera por el espanto que se venía colgado del tiempo, por la púa en la nuca, el pánico mudo retenido en las arterias, pero eran risas al fin y al cabo, risas de encanto nuevo y preciado. Porque todos irían finalmente hacia la colina blanda a brincar. A sangrar hacia afuera. A parirse en el vuelo. A volver.


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