Tan solo existe el instante,
el desquicio que se apaga en la única razón que dará el fuego,
el bosque traído recién cuando el suspiro adentró al llanto hacia el placer,
el vuelo que termina una vez que comienza el tiempo.
No podemos estirar al relámpago encima de la inquietud,
ni mirarnos desde la igualdad de las fieras,
porque las ceremonias cumplen sus leyes
mientras estemos de este lado del espejo.
1.
El silencio le demuestra al corazón un escenario en donde el color abraza con la familiaridad del agua.
2.
Al animal lo obligan a estar desnudo, entonces sobrevive hurgando en lo que hay detrás de los ojos.
Cantando, le quita a la noche la fragilidad de la ilusión, acomoda lo que vibra a su altura, como recogiendo pedazos de claves que fueron fomentadas al principio del infinito.
La justificación de cada crecimiento. El plano mudo del alma conciente. Los secretos del blanco y el negro.
3.
4.
5.
Suave, muy suave.
Es el corazón que se acerca y toca.
Arribó la noche en la que los demonios mansos se reunieron luego de haber simulado vivir, donde el suelo condecoraba las huellas que habían dejado con pasos sin tropiezos, donde el cielo rememoraba los latigazos inmateriales que mordieron la infancia desamparada, donde el agua era sagrada y el viento un soplo del eterno porvenir. Una ceremonia secreta, escrita entre aquella galería de árboles jóvenes afianzando su presencia al abrazarse, con el revés de las almas reflejadas en el abandono de un estanque con el ego por las nubes, y los niños turquesa alrededor, comiendo vida con sus manos curiosas. Pequeñas piedras cómodas bajo los pies. Música en cinta con bienvenidas de luna. Danzas sin movimientos de cuerpo. Aves impalpables. Nadie moría. Y todo era rojo. Rojo en todos lados. Rojo el mundo. Rojo el silencio del jardín, sobre la ciudad de depredadores.
Los locos que no estaban se dejaron llorar por la nobleza del rito alzada en el altar de piedra. Lloraban con rumor a rubí pulido, con ojos de mentira verdadera. Y las risas nacieron de las gargantas secas, tímidamente y raspando, porque habían estado demacradas en la trinchera por el espanto que se venía colgado del tiempo, por la púa en la nuca, el pánico mudo retenido en las arterias, pero eran risas al fin y al cabo, risas de encanto nuevo y preciado. Porque todos irían finalmente hacia la colina blanda a brincar. A sangrar hacia afuera. A parirse en el vuelo. A volver.
Por eso les he implorado no entrometerse, a ninguno, si es que decido descansar una vez más, durante las medianoches de otoño, en el nido de esos leones. Porque ellos, quienes oyen las cabalgatas del fastidio viejo, capaces de rozar en el olfateo las medidas de cada cicatriz, o incluso la podredumbre de nieve segregada de un rencor, son los que me rescatan de la entrada a los restos de otra insalvable ilusión. Penoso, nadie creería, si afirmara que constituyen en círculo un silbido pelirrojo, como adorno de cuna, que revienta las esquinas inflamadas del dorso y libera los pesos cargados, traduciéndolos a plumas. Penoso, nadie creería, aún siendo este, un hogar abierto de intercambio de sangre.
Y es entonces, al ser cuestionada la simetría de los corazones puros por la brisa fría de media semana, que ellos se ocultan de la comunión de ojos. Solo cuando jadean el aliento de una luna apropiada, incrustan los colmillos sobre el almacén de sueños. Con la aparición del primer crujido de tierra, inician un juramento entre escombros. Consagran a sus suelos, paraíso de melancólicos. Reina la lágrima de la nube y la cúpula de todo final se cierra.