Por eso les he implorado no entrometerse, a ninguno, si es que decido descansar una vez más, durante las medianoches de otoño, en el nido de esos leones. Porque ellos, quienes oyen las cabalgatas del fastidio viejo, capaces de rozar en el olfateo las medidas de cada cicatriz, o incluso la podredumbre de nieve segregada de un rencor, son los que me rescatan de la entrada a los restos de otra insalvable ilusión. Penoso, nadie creería, si afirmara que constituyen en círculo un silbido pelirrojo, como adorno de cuna, que revienta las esquinas inflamadas del dorso y libera los pesos cargados, traduciéndolos a plumas. Penoso, nadie creería, aún siendo este, un hogar abierto de intercambio de sangre.


Y es entonces, al ser cuestionada la simetría de los corazones puros por la brisa fría de media semana, que ellos se ocultan de la comunión de ojos. Solo cuando jadean el aliento de una luna apropiada, incrustan los colmillos sobre el almacén de sueños. Con la aparición del primer crujido de tierra, inician un juramento entre escombros. Consagran a sus suelos, paraíso de melancólicos. Reina la lágrima de la nube y la cúpula de todo final se cierra.


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